El pasado sábado primero de septiembre, un
grupo de personas nos reunimos en 110 y 31, frente a una antigua estación de
policía (de las que no fueron convertidas en escuelas) y una casa (de las que
fueron convertidas en cuarteles) que cobija una unidad del Departamento de la Insalubridad del Estado,
más conocida como DSE. La razón de nuestra presencia allí era manifestar el
rechazo al entorpecimiento que ha tenido en los últimos meses, para su
desempeño, Estado de Sats.
Organizado por Antonio Rodiles,
Estado de Sats reúne y da voz a la sociedad civil cubana en un espacio
independiente de condicionantes políticas: pero no es fácil. Desde hace algún
tiempo, numerosos asistentes son secuestrados por unas horas y en ocasiones la retención
llega a los especialistas invitados.
Los secuestradores no son otros que
los oficiales de la insalubridad descrita. La mañana del sábado 1 de septiembre
arrestaron a Orlando Luis Pardo Lazo, quien esa noche debía presentar a los
ganadores del concurso Nuevo Pensamiento
Cubano. Harto, Antonio convocó a un grupo de amigos para que fuéramos con
él a la Unidad
de la Inseguridad
del Establo, más conocida como DSE –cambian de nombre por problemas de
seguridad- para exigir la inmediata liberación de Orlando Luis y el cese de los
secuestros que entorpecen la realización de Estado de Sats.
Las detenciones para evitar la
protesta convocada por Antonio comenzaron bien pronto. Cuando yo estaba
llegando pude ver que el músico Ciro Javier Díaz estaba detenido a unos
doscientos metros del lugar de reunión. Ciro estaba sentado y esposado, al
menos eso me pareció pues sus manos estaban persistentemente escondidas detrás
de la espalda y rodeado de hombres rollizos (ya esclareceré el por qué de esta
denominación) que no parecían miembros de ninguna agrupación musical ni
siquiera “Pupy y los que son, son”.
La avenida treinta y uno es una
céntrica avenida habanera que en la calle ciento diez (el punto de encuentro
establecido por Antonio Rodiles) está próxima a concluir –o comenzar- en la
entrada del Hospital Militar. Ciro, el de La
Babosa Azul y Porno
para Ricardo, estaba detenido en la esquina de treinta y uno y veinticinco,
justo donde la avenida veinticinco se estrella contra el campo de deportes –lo
que queda de él, del preuniversitario Manolito Aguiar (no voy a explicar quién
fue Manolito Aguiar, porque por la sólida formación en historia que recibimos
en nuestras escuelas, todo el mundo sabe que era de Marianao y murió peleando a
tiros contra Ramón Calviño Insúa, uno de los asesinos de la dictadura anterior,
que murió a tiros de la actual, poco después de ser apresado en Girón en Abril
de 1961).
Pues bien, entre 25 y 31 y 114 y
31, los espacios donde funcionó el sistema de detención, estábamos nosotros.
Poco después de yo llegar, en un carro de diez pesos, los “rollizos” decidieron
cerrar el fragmento de avenida descrito y con ello cerrar la posibilidad de que
siguieran llegando convocados al llamado de Antonio Rodiles en alguno de los
cientos de carros que toman por esa avenida en ambas direcciones. El movimiento
en esa avenida un sábado por la noche no fue tenido en cuenta por quienes
consideraron que quince personas éramos peligro suficiente como para comenzar
un absoluto plan de aislamiento. Así permanecería la calle, cerrada por unas
horas más y manteniéndonos en alerta, por la sospechosa reunión de personas al
alcance de nuestra vista.
Así lució la calle desde el lugar donde estábamos reunidos
Foto: Claudio Fuentes Madan
En algún momento dobló frente a nosotros y se internó en la estación de policía, un pequeño jeep que llevaba unas cuatro mujeres vestidas en pijamas, quienes no dudamos que serían las amas de casa que, como en otras ocasiones, fungirían como el sector femenino del vecindario ofendido.
Así lució la calle desde el lugar donde estábamos reunidos
Foto: Claudio Fuentes Madan
En algún momento dobló frente a nosotros y se internó en la estación de policía, un pequeño jeep que llevaba unas cuatro mujeres vestidas en pijamas, quienes no dudamos que serían las amas de casa que, como en otras ocasiones, fungirían como el sector femenino del vecindario ofendido.
Fueron varias horas. En algún
momento escuchamos salir del patio de la casa del DSE (Departamento de los
Saciados por el Estado) voces, muy profesionales, que auguraban una
confrontación en la que recibiríamos golpes a la altura de nuestra estatura,
pues afirmaba una de las voces que le dejaran al fuertecito a él.
Cerca de la medianoche y poco
después de que abrieran el tráfico de los dos carriles, unas cuatro horas
después de haberlo cerrado, recibimos la noticia de que Orlando Luis Pardo Lazo
estaba en libertad –no en el antiguo Cuartel
Columbia convertido en escuela y ruinas- si no en la calle, liberado por
sus mismos captores. Aún así decidimos que no nos moveríamos de allí hasta que
los más de diez detenidos de ese día salieran en libertad. Nos dirigimos, unos
doce, a la entrada de la casa (hoy cuartel) y ahora puedo explicar el por qué
de mi apelación a la palabra “rollizo”: el parqueo de la unidad, bastante
oscuro todo, parecía una reunión de gorditos, sería una calumnia del
imperialismo decir que todos eran gordos, pero había un alto número de ellos.
El lector hasta este momento puede pensar que mi insistencia en el excesivo
peso de nuestra oficialidad obedece a algún prejuicio con el mundo obeso, pero
en realidad es a la tristeza que me produce ver las escuelas con nuestros niños
demasiado delgados y constatar los pobrísimos almuerzos escolares, o ir a
cualquiera de los hospitales dispuestos para tratar de contener la recurrente
epidemia de dengue de la que no se habla y donde el almuerzo pueden ser unos coditos
tal como vinieron al mundo pero un poco más blandos. Ese contraste alimenticio
es suficiente como para exigir a nuestras fuerzas armadas un poco más de
vergüenza, probidad y decoro del que carecían, sin duda alguna, los gorditos de
marras.
Después de mucho rato tratando de
contactar con el Ciro, logramos comunicar con él y nos confirmó que estaba
libre. Con su libertad y la de los demás apresados confirmada, pusimos punto
final a nuestra presencia en el lugar, no sin antes aplaudirnos por muchas razones,
entre ellas por haber sido dignos de la humanidad que poseemos.
¿Qué fue, sin embargo, lo más
esperanzador de aquella jornada?
A nuestras espaldas, en aquél
lugar, había una casa. Uno de sus inquilinos se mantuvo atento a nosotros todo
el tiempo. Nos dejó pasar al baño, nos brindó agua, ya bien tarde en la noche
nos regaló caramelos –no voy a narrar aquí el modo como nos comimos aquellos
caramelos porque sería indigno de esta gallarda crónica-, todo eso sin conocer
nuestras razones y alegando –cuando se las explicó Claudio Fuentes, muy
sabiamente- que no necesitaba explicación, que él era cubano y un ser humano y
que eso era suficiente. Si los cubanos somos como él, si somos sinceros en
nuestros deseos de hacer a nuestro país libre, próspero y de hombres y mujeres
dignos; la epidemia del odio, expandida desde mucho antes que el dengue, el
cólera y la miseria, tiene sus días contados y la bandera de la victoria ya
tiene más de tres franjas cosidas.
Boris G. Arenas