lunes, 10 de septiembre de 2012

Por Estado de Sats

El pasado sábado primero de septiembre, un grupo de personas nos reunimos en 110 y 31, frente a una antigua estación de policía (de las que no fueron convertidas en escuelas) y una casa (de las que fueron convertidas en cuarteles) que cobija una unidad  del Departamento de la Insalubridad del Estado, más conocida como DSE. La razón de nuestra presencia allí era manifestar el rechazo al entorpecimiento que ha tenido en los últimos meses, para su desempeño, Estado de Sats.
Organizado por Antonio Rodiles, Estado de Sats reúne y da voz a la sociedad civil cubana en un espacio independiente de condicionantes políticas: pero no es fácil. Desde hace algún tiempo, numerosos asistentes son secuestrados por unas horas y en ocasiones la retención llega a los especialistas invitados.
Los secuestradores no son otros que los oficiales de la insalubridad descrita. La mañana del sábado 1 de septiembre arrestaron a Orlando Luis Pardo Lazo, quien esa noche debía presentar a los ganadores del concurso Nuevo Pensamiento Cubano. Harto, Antonio convocó a un grupo de amigos para que fuéramos con él a la Unidad de la Inseguridad del Establo, más conocida como DSE –cambian de nombre por problemas de seguridad- para exigir la inmediata liberación de Orlando Luis y el cese de los secuestros que entorpecen la realización de Estado de Sats.
Las detenciones para evitar la protesta convocada por Antonio comenzaron bien pronto. Cuando yo estaba llegando pude ver que el músico Ciro Javier Díaz estaba detenido a unos doscientos metros del lugar de reunión. Ciro estaba sentado y esposado, al menos eso me pareció pues sus manos estaban persistentemente escondidas detrás de la espalda y rodeado de hombres rollizos (ya esclareceré el por qué de esta denominación) que no parecían miembros de ninguna agrupación musical ni siquiera “Pupy y los que son, son”.
La avenida treinta y uno es una céntrica avenida habanera que en la calle ciento diez (el punto de encuentro establecido por Antonio Rodiles) está próxima a concluir –o comenzar- en la entrada del Hospital Militar. Ciro, el de La Babosa Azul y Porno para Ricardo, estaba detenido en la esquina de treinta y uno y veinticinco, justo donde la avenida veinticinco se estrella contra el campo de deportes –lo que queda de él, del preuniversitario Manolito Aguiar (no voy a explicar quién fue Manolito Aguiar, porque por la sólida formación en historia que recibimos en nuestras escuelas, todo el mundo sabe que era de Marianao y murió peleando a tiros contra Ramón Calviño Insúa, uno de los asesinos de la dictadura anterior, que murió a tiros de la actual, poco después de ser apresado en Girón en Abril de 1961).
Pues bien, entre 25 y 31 y 114 y 31, los espacios donde funcionó el sistema de detención, estábamos nosotros. Poco después de yo llegar, en un carro de diez pesos, los “rollizos” decidieron cerrar el fragmento de avenida descrito y con ello cerrar la posibilidad de que siguieran llegando convocados al llamado de Antonio Rodiles en alguno de los cientos de carros que toman por esa avenida en ambas direcciones. El movimiento en esa avenida un sábado por la noche no fue tenido en cuenta por quienes consideraron que quince personas éramos peligro suficiente como para comenzar un absoluto plan de aislamiento. Así permanecería la calle, cerrada por unas horas más y manteniéndonos en alerta, por la sospechosa reunión de personas al alcance de nuestra vista.

 
Así lució la calle desde el lugar donde estábamos reunidos
Foto: Claudio Fuentes Madan

En algún momento dobló frente a nosotros y se internó en la estación de policía, un pequeño jeep que llevaba unas cuatro mujeres vestidas en pijamas, quienes no dudamos que serían las amas de casa que, como en otras ocasiones, fungirían como el sector femenino del vecindario ofendido.
Fueron varias horas. En algún momento escuchamos salir del patio de la casa del DSE (Departamento de los Saciados por el Estado) voces, muy profesionales, que auguraban una confrontación en la que recibiríamos golpes a la altura de nuestra estatura, pues afirmaba una de las voces que le dejaran al fuertecito a él.
Cerca de la medianoche y poco después de que abrieran el tráfico de los dos carriles, unas cuatro horas después de haberlo cerrado, recibimos la noticia de que Orlando Luis Pardo Lazo estaba en libertad –no en el antiguo Cuartel Columbia convertido en escuela y ruinas- si no en la calle, liberado por sus mismos captores. Aún así decidimos que no nos moveríamos de allí hasta que los más de diez detenidos de ese día salieran en libertad. Nos dirigimos, unos doce, a la entrada de la casa (hoy cuartel) y ahora puedo explicar el por qué de mi apelación a la palabra “rollizo”: el parqueo de la unidad, bastante oscuro todo, parecía una reunión de gorditos, sería una calumnia del imperialismo decir que todos eran gordos, pero había un alto número de ellos. El lector hasta este momento puede pensar que mi insistencia en el excesivo peso de nuestra oficialidad obedece a algún prejuicio con el mundo obeso, pero en realidad es a la tristeza que me produce ver las escuelas con nuestros niños demasiado delgados y constatar los pobrísimos almuerzos escolares, o ir a cualquiera de los hospitales dispuestos para tratar de contener la recurrente epidemia de dengue de la que no se habla y donde el almuerzo pueden ser unos coditos tal como vinieron al mundo pero un poco más blandos. Ese contraste alimenticio es suficiente como para exigir a nuestras fuerzas armadas un poco más de vergüenza, probidad y decoro del que carecían, sin duda alguna, los gorditos de marras. 
Después de mucho rato tratando de contactar con el Ciro, logramos comunicar con él y nos confirmó que estaba libre. Con su libertad y la de los demás apresados confirmada, pusimos punto final a nuestra presencia en el lugar, no sin antes aplaudirnos por muchas razones, entre ellas por haber sido dignos de la humanidad que poseemos.
¿Qué fue, sin embargo, lo más esperanzador de aquella jornada?
A nuestras espaldas, en aquél lugar, había una casa. Uno de sus inquilinos se mantuvo atento a nosotros todo el tiempo. Nos dejó pasar al baño, nos brindó agua, ya bien tarde en la noche nos regaló caramelos –no voy a narrar aquí el modo como nos comimos aquellos caramelos porque sería indigno de esta gallarda crónica-, todo eso sin conocer nuestras razones y alegando –cuando se las explicó Claudio Fuentes, muy sabiamente- que no necesitaba explicación, que él era cubano y un ser humano y que eso era suficiente. Si los cubanos somos como él, si somos sinceros en nuestros deseos de hacer a nuestro país libre, próspero y de hombres y mujeres dignos; la epidemia del odio, expandida desde mucho antes que el dengue, el cólera y la miseria, tiene sus días contados y la bandera de la victoria ya tiene más de tres franjas cosidas.
Boris G. Arenas
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