lunes, 23 de septiembre de 2013

De cómo Roberto Carcassés desenmascaró a John Wayne


John Wayne pregunta a la joven si conoce el significado de la cinta amarilla en el cabello. La joven le comenta que sí, ella está enamorada y esa cinta significa que espera a un hombre. En realidad la joven vacila entre dos jóvenes oficiales del campamento que se disputan su preferencia.
En Cuba corre el mes de septiembre del año 2013 y René González, un ex agente de la Inteligencia Cubana que cumplió una condena en prisiones de los Estados Unidos, dirige ahora, ya libre, la campaña por la liberación de cuatro compañeros suyos que, en este mes, cumplen quince años de condena en aquél país. Son los Cinco Héroes.
John Wayne debe transportar a la joven y su madre, hija y esposa de otro oficial del campamento, sanas y salvas, a territorio seguro. Corren los tiempos de la expansión hacia el Oeste. Entre el sitio en que se encuentran y el territorio libre de peligro se encuentran los malvados indios, cuya crueldad no tiene límites.
René González ingenia, en medio de la misión para salvar a los otros héroes, que todos los cubanos llevemos, en vísperas de un nuevo aniversario de su entrada en prisión, una cinta amarilla sobre nuestro cuerpo o en algún lugar visible, como muestra de que, ansiosos, esperamos la llegada de sus compañeros, que también son los nuestros.
La película se llama She Wore a Yellow Ribbon, lo que traducido literalmente significa: Ella usaba una cinta amarilla. Fue realizada en 1949 por el director de cine norteamericano John Ford. El otro episodio forma parte de la campaña por el regreso de los llamados “Cinco Héroes”. En ambos, el evento histórico y la ficción han sido mezclados para producir un mismo fin: dar a la realidad rango de leyenda.
El cine del Oeste hizo común que los indios aparecieran como despiadados criminales en tanto el ejército norteamericano lo hacía como el contingente benefactor y justiciero en un gran ejercicio de manipulación de la realidad histórica. En She Wore a Yellow Ribbon se inserta la relación de la joven con dos oficiales y, añadida, aparece la cinta amarilla como adorno sentimental. No fue hasta dos décadas después de realizada esta película, que el cine norteamericano mostró campamentos indios, con niños, mujeres y ancianos, arrasados por los soldados yanquis; la brutalidad de la usurpación de las tierras indias manifiesta y el mito del buen hombre blanco hecho trizas.
A una manipulación semejante se dispuso el aparato de gobierno de Raúl Castro cuando convidó a los cubanos, tan acostumbrados a que un convite demande asistencia obligatoria, a que adornaran con cintas amarillas lo mismo la ropa que llevaban puestas, que sus balcones o autos. Al parecer el juicio de los espías cubanos tuvo irregularidades, resultando que las penas impuestas excedieran la gravedad de los hechos imputados. Nunca un exceso como el que dejó sin juicio a los asesinos que condujeron el barco que impactó el transbordador Trece de Marzo en 1994 dejando su pesada carga humana, niños mediante, al vaivén del mar embravecido. Frente a semejante crimen, el exceso en las condenas de los espías cubanos aparece como un relativo error de procedimiento. Parecería que tan solo por infiltrarse en la comunidad de cubanos a la que el castrismo, con el control absoluto de las políticas de la nación con sus emigrados no deja de extorsionar, aprovechando sus vínculos filiales y emocionales con la patria que dejaron atrás, los espías cubanos tienen bien impuestas sus condenas. Pero si demandamos un estado de justicia para Cuba, con más razón tenemos que ser justos en la condena de los que conspiran contra él.
Al estilo de la película de John Ford, la cinta amarilla es una herramienta que busca introducir cierta sentimentalidad en el episodio político. Una mentira repetida muchas veces se convierte en verdad y la maquinaria montada por el castrismo parecía estar llegando a buen puerto. Para concluir la jornada por el regreso de “Los Cinco” se convocó, el pasado jueves 12 de septiembre –los organizadores debieron observar que el día siguiente sería viernes 13– un gran concierto donde coincidirían muchos músicos cubanos. Al parecer todo se desarrollaba como se había previsto hasta que, de pronto y sin anuncio previo, frente a las cámaras de televisión que en vivo transmitían para todo el país, uno de los músicos invitados, Roberto Carcassés, convirtió el episodio de las cinticas y toda la parafernalia montada, en una mueca falta de gracia; como si John Wayne llegara a su casa y encontrara, al final de la película, que su mujer usa la cinta amarilla en las relaciones con su amante, un indio fornido como el que combatía hasta el día anterior.
Roberto Carcassés demandó que, junto con “Los Cinco”, se libere el acceso a la información, que se elija al presidente por voto directo en una Cuba donde el castrismo encontró improcedente algo tan elemental, que no se distinga entre militantes y disidentes pues todos somos cubanos y que se acabe, junto con el bloqueo, el autobloqueo, que es la manera como muchos cubanos han llamado históricamente a las tantas trabas que el estado impone al desarrollo nacional. Mientras cantaba, pues toda esta petición la hizo cantando, el coro repetía: Quiero, acuérdate que siempre quiero.
Desconcertante debió resultar a los quinientos metros cuadrados de guayabera que tenía frente a sí, con sus diversos tipos de stress, relacionados todos con la omisión del criterio y la represión de la inteligencia, la demanda de Roberto Carcassés. En una declaración pública que realizó al día siguiente del evento, el músico reiteró sus palabras no sin identificarse con la causa de la libertad de los espías, incluso llamándola por el nombre que el gobierno cubano da a la misma, “El caso de los Cinco”. Y concluye Carcassés: “Me importan los Cinco, pero me importa mi vida y la de los demás también”.
En el futuro, a muchos les dolerá haberse asimilado al estado de cosas impuesto por el castrismo; haber contrastado brutalmente lo que se pensó de lo que se dijo, y haber acudido frenético a aplaudir en las pantallas el delirio de turno del dictador, les dolerá haber humillado a la gallardía y el valor en pos del reconocimiento. Será doloroso, como se duelen tantas personas capaces, al ir a la tumba con las páginas de sus libros en blanco o las líneas de sus pentagramas vacías. Nada de eso le pasará a Roberto Carcassés, tal es el poder del instante.

Boris González Arenas
 Lunes 23 de septiembre, 2013
                                                                                    

lunes, 16 de septiembre de 2013

Las cuentas de la memoria

                                             
   En los últimos años ha aumentado, en los países latinoamericanos, el ajuste con la memoria de las dictaduras que en el pasado las oprimieron brutalmente. Los ciudadanos de aquellos países que hoy disfrutan de la democracia constataron, con la llegada de la libertad, porque no hay libertad en las dictaduras –no es libre el millonario que se ha hecho con leyes de excepción, el que camina despreocupado porque no ejerce la política ni el que escribe un libro escondiendo lo que piensa-, que haber renunciado al ejercicio de su soberanía fue el mejor favor que pudieron hacerle a los déspotas.
   Por estos días la Asociación Nacional de Magistrados del Poder Judicial de Chile ha hecho pública una declaración en la que pide perdón, con mayúsculas, por la enajenación de sus funciones de salvaguardar la justicia durante el periodo de la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet. El documento afirma que: “El  Poder Judicial pudo y debió hacer mucho más, máxime cuando fue la única institución de la República que no fue intervenida por el gobierno de facto”. La afirmación anterior es lúcida, a las instituciones intervenidas resulta más difícil demandarles responsabilidad cívica cuando sus funcionarios son cómplices puestos “a dedo”. Pero cuando una institución no es intervenida y, por la amenaza que supone ejercer sus funciones en un gobierno autoritario, acepta pervertirse en favor del nuevo orden, sus miembros se cubren de ignominia y destruyen en días lo que demora años construir: el respeto y la dignidad.
  En Cuba será mucho más difícil este proceso de revisión interna. Descontinuada la institucionalidad republicana, el estado de cosas emanado del gobierno de Fidel Alejandro Castro Ruz supuso la construcción de entidades que siempre estuvieron a medio camino entre la institución y la herramienta de control político. Exorbitantes penas de prisión y fusilamientos son aplicados a los opositores del gobierno sin que medie ninguna defensa efectiva. Burócratas que disfrutan del protagonismo político son desahuciados en medio de vejaciones, ya sea desde una estructura de propaganda ideológica difusa, como desde la tribuna o la letra del caudillo barbado. Los presupuestos de la nación han sido manejados al antojo de Fidel y su inefable hermano, aumentando o disminuyendo las asignaciones, devaluando la moneda o creando otra a su cuenta y sin riesgo. Con tal actitud los cubanos vimos caer una a una las que debían ser nuestras instituciones más sagradas. La justicia, la economía, la prensa, las prestaciones sociales, todo ello devino ruina cuando todavía no era edificio. Las instituciones armadas han sido viciadas con la regalía y el premio, dando por resultado que el ejército que en 1989 volvió de África orgulloso y autosuficiente, no puede exhibir entre su jerarquía hoy mucho más que un conjunto de arribistas cómplices.
   El pueblo de Brasil recuerda el papel que jugaron tres instituciones durante la última dictadura militar en aquel país: la prensa, la justicia y la Iglesia Católica. No parece que los cubanos vayamos a deberle a institución alguna su actitud en los tiempos del castrismo. A un puñado de religiosos, periodistas y abogados sí; pero tanto como a otro puñado de mecánicos, carpinteros o militares. Difícil es que alguna institución cubana pueda marcar un antes y un después en el ejercicio autoritario estatal en Cuba. Tan difícil, que me atrevería a afirmar, aun deseándolo, que no será posible.
   Hoy se cumplen cuarenta años del golpe militar que presidió Augusto Pinochet, abriendo para Chile casi dos décadas de opresión y muerte. El reconocimiento de la complicidad y la cooperación puede ser doloroso, pero es la única vía para relacionar de nuevo la dignidad con aquella que se perdió para siempre en las primeras horas del 11 de septiembre de 1973. Los que renuncien a ello, irán a la tumba íntegros físicamente, pero habrán dejado en el camino de la vida trozos muchos más preciosos que un bulto de carne.

Boris González Arenas
11 de septiembre de 2013

domingo, 21 de julio de 2013

Acusando recibo desde los dominios del límite



    El compañero Raúl Modesto Castro Ruz acaba de asegurar, en un discurso ilustrador, que: “conductas, antes propias de la marginalidad, como gritar a viva voz en plena calle, el uso indiscriminado de palabras obscenas y la chabacanería al hablar”[1] han trascendido sus espacios naturales para abrirse paso en toda nuestra sociedad. No se refiere, creí entender, a “abrirse paso” como estamos acostumbrados a hacerlo en una guagua de cualquier sitio del país que aún conserve el servicio de ómnibus urbanos, empujando y mirando atravesado, con la violencia manifiesta, con el sudor ardiendo en nuestros ojos y todos los malos olores de una población de aseo deficiente acumulado por décadas, casualmente las mismas que ha durado su gobierno, al frente de las armas primero, sobre nuestras almas después.
   Compañero al fin, Raúl es uno más entre nosotros. ¿Quién no le ha visto en ayunas en 23 y 26, cerca de su apartamento en el Vedado, subir a una guagua cualquiera que lo acerque a la Avenida Paseo para después seguir camino a pie hasta el Ministerio de las Fuerzas Armadas, donde trabaja? Es un gran esfuerzo para sus escoltas evitar el roce de los pasajeros y cuidarle del cuchillo traidor que, aun mellado, puede dar fin a su vida. El cubano está acostumbrado a esto, su hermano Fidel rechazó una y otra vez el confort y el lujo que caracterizan el ejercicio político en otros países del mundo. Nada de costosas amantes de ocasión ni permanentes, cero comilonas solemnes u oficiales; sus hijos en nuestras escuelas, su familia al amparo de nuestras leyes y sus enfermedades tratadas en nuestros mismos hospitales.
    Por ello le cabe toda la autoridad al compañero Raúl para señalar: “lo más sensible es el deterioro real y de imagen de la rectitud y los buenos modales de los cubanos”.[2] Se ampara, no en una valoración superficial, sino en un “levantamiento” realizado –afirma el comandante- por el Partido y los organismos del Gobierno que ha arrojado la sorprendente cifra de ciento noventa y un fenómenos negativos,[3] lo cual sorprende por su precisión y habla del espíritu intransigente del revolucionario, pues en conteos semejantes hechos durante la república anterior a la revolución los fenómenos negativos llegaron a 101 354 (1936) y 209 167 (1951),[4] acusando en el presente una diferencia claramente positiva. Aseguran los que vieron la lista que allí se encuentra (Irregularidad número 17) la práctica de relaciones sexuales en sitios indebidos como parques, cines, oficinas, guaguas y locales abandonados; que sustituyen hoy los antiguos hoteles baratos, casas de citas y posadas, tan asociados al sexo fortuito y la infidelidad conyugal, impropias de un revolucionario. Otra irregularidad presente en el documento (número 44) es el hurto a los campesinos, quienes dejan de sembrar por no poder contener la ola de depredadores que acuden en bicicletas, triciclos, motos, caminando y con muletas, para substraer cualquier cosa que puedan vender luego o comer. La irregularidad número 71 no sorprende, pues ha sido denunciada en nuestros medios de prensa y es aquella que toca el delicado tema de la vivienda y los modos indebidos con que no pocos inescrupulosos las construyen. Proliferan las casas que usan como sostén los angulares retirados a torres de alta tensión eléctrica, como ventanas las sustraídas a ómnibus de transporte público u obrero, con puertas robadas a instalaciones estatales en las que después resulta común ver a empleados defecar sin la debida intimidad. ¿Quién no ha visto un hogar donde se separa la sala del baño con una sábana que en una esquina tiene un número de inventario, o donde unos niños se lavan la boca usando, para sacar el agua de un tanque viejo y oxidado, una vasija substraída de un salón de cirugía? Estos datos sobre las irregularidades pueden ser, no obstante, obra de fabuladores siempre prestos al chisme y al chanchullo, distantes de la práctica oficial.
    Ha dicho Raúl: “se ignoran las más elementales normas de caballerosidad y respeto hacia los ancianos, mujeres embarazadas, madres con niños pequeños e impedidos físicos. Todo esto sucede ante nuestras narices, sin concitar la repulsa y el enfrentamiento ciudadanos”.[5] Modestamente, pienso que esto no es del todo cierto. Si bien la solidaridad tradicional ha desaparecido, surge un nuevo modo de ayuda al prójimo, una “solidaridad al límite” practicada por los cubanos más disímiles sin distinciones de género, raza, edad ni lugar de origen. El objeto de esta solidaridad son aquellos que tienen dificultades manifiestas para lidiar con los rigores de nuestro cotidiano, precisamente las mujeres embarazadas, los ancianos, los niños y los impedidos físicos que señalara el comandante. Frente a tales personas no es difícil comprobar que el frenesí y la violencia que se han vuelto imprescindibles en nuestra vida diaria, se atenúan para procurar dar paso a la embarazada en el pasillo aunque le moleste al que tenemos delante y debamos hacerle comprender con algunos golpes; favorecer al ciego en la repartición de algún bien, aun sabiéndole incapaz de percibir si le dieron la mala; o cargarle la jaba a cualquier anciano sin robarle nada de lo que lleva adentro. No todos son solidarios siquiera de esta manera, pero tal actuar existe y conmueve en una población carente y desesperanzada.
    “Lo real, afirma el compañero Raúl, es que se ha abusado de la nobleza de la Revolución, de no acudir al uso de la fuerza de la ley, por justificado que fuera, privilegiando el convencimiento y el trabajo político, lo cual debemos reconocer que no siempre ha resultado suficiente”.[6]
    No ha faltado quien comenta que por párrafos como el anterior transita una nueva amenaza  para la población cubana, afirman que el comandante encubre una ola de depredación estatal contra el comercio privado, con un llamado a las buenas costumbres y la honradez. Para fundamentarlo se basan en recientes arremetidas contra los cuentapropistas, multándolos con cifras descomunales, confiscando sus mercancías y demoliendo sus locales, todo envuelto en las irregularidades propias de nuestro sistema legal que deja al afectado con pocas posibilidades de reclamación, y en una ley de impuestos aprobada meses atrás que succiona el cincuenta por ciento de la ganancia del comerciante.
    Aun así me cuesta creerlo, pues la misma familia del comandante tiene intereses monetarios en nuevas áreas de desarrollo económico, o al menos eso se comenta. Hay quien dice que su yerno es el mánager del área del Mariel, que tiene multimillonarias inversiones de gobiernos extranjeros, principalmente de Brasil, para su desarrollo como puerto; su hijo es un alto jerarca del Ministerio del Interior, institución que ha tenido, tradicionalmente, grandes intereses económicos y empresas a su arbitrio, y su sobrino es un campeón de golf, deporte que busca desarrollarse en nuestras tierras y al parecer es un suculento negocio puesto bajo su tutela. ¿No sería un sinsentido que el comandante atentase contra los intereses de su propia familia?
    De tener razón los cuentapropistas, y sería mejor para el bien del país que no la tengan, habría que coincidir con Raúl Modesto en que ha crecido en nuestro país la desfachatez, pero habría que incluirlo a él como nuestra mayor vulgaridad y a su discurso como la más reciente de nuestras groserías.
                                                                                 Boris González Arenas
                                                                                    19 de julio de 2013




[1] Raúl M. Castro: La pérdida de valores éticos y el irrespeto a las buenas costumbres puede revertirse mediante la acción concertada de todos los factores sociales. Intervención del General de Ejército Raúl Castro Ruz, Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba y Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, en la Primera Sesión Ordinaria de la VIII Legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, en el Palacio de Convenciones, el 7 de julio de 2013, “Año 55 de la Revolución”, Juventud Rebelde, 9 de julio de 2013, p. 4.
[2] Ídem.
[3] Ídem.
[4] Estas cifras me las dio Cheo Guzmán, custodio de un cine de la Avenida Ayestarán, que se desempeñaba como carretillero en la década del cincuenta y se hizo traductor del idioma uzbeko en la década del setenta. En el año 1989 Cheo quedó sin trabajo y desde entonces se desempeña como vigilante.
[5] Raúl M. Castro, ob.cit., p. 4.
[6] Ídem.


jueves, 13 de junio de 2013

Sí es tiempo de campeones


Muchas son las razones por las que generamos simpatías con desconocidos. El autor del libro que nos gustaría haber escrito, la sesuda que solucionó un problema extraordinario cambiando el simple orden de sus componentes, o aquel ser despreciado por todos que se revela de pronto un ser humano extraordinario por haber escondido a jóvenes perseguidos cuando los tanques arrasaron la plaza; pasan de pronto a convertirse en referente de todo tipo para miles de personas que no les conocen, que no saben nada de sus vidas personales, por la sola admiración de sus hazañas. Hay de todo en ello, la estima de la proeza física o intelectual, el reconocimiento debido del que comprende que, en una situación semejante, habría cerrado las ventanas ignorando la súplica del perseguido; también está un ejercicio de bondad trascendental, el que saca al sujeto que admira de la loa egocéntrica y le afirma, allende el cuerpo que le contiene, en la existencia física o moral de lo admirado.

Por estos días hemos estado un poco en Leinier Domínguez, el cubano que el pasado lunes 3 de junio de 2013 se coronó campeón de la cuarta parada del Grand Prix de ajedrez que se celebró en Salónica, la famosa ciudad griega. Estar un poco en Leinier no significa la reivindicación patriotera del campeón, ni el reclamo de alguno de sus beneficios, es más bien el mérito que nos cabe por haber seguido sus pasos por estos años, disfrutando sus triunfos y sus empates, y añorando que las derrotas no le descorazonen. Seguros de que quien sabe mantener el buen paso tiene posibilidades extraordinarias para el éxito. Y ese momento ha llegado. Leinier comenzó perdiendo la competencia pero su recuperación fue sorprendente, cuatro tablas y seis victorias fueron las responsables de convertirlo en campeón.

Los progresos de Leinier en Salónica los seguimos muchos a través de Abdul Nasser, el periodista de nombre foráneo que, desde el diario Juventud Rebelde los refería con un entusiasmo extraño en nuestros medios de prensa, donde es de buen tono reprimir la exaltación.

Quizás no sea del todo consciente Leinier de la gran importancia de su triunfo y su posterior regreso a nuestra isla. En el pasado un Fidel Alejandro Castro Ruz gustaba de pavonearse con nuestras celebridades, desde una vaca lechera y tumorosa hasta un campeón de boxeo. Los agasajos del comandante eran interminables, el campeón pasaba agradecido, de la noche a la mañana, de un miserable solar en cualquier parte a una casa en Miramar, y a tener derecho a entrar en tiendas que comercializaban en dólares, prohibidas para el resto. Era la política de los estímulos que humillaban, del acercamiento que distanciaba. El campeón que soportaba aquel hedor podía seguir siéndolo, y muchos lo soportaron.

Pero el presente se mueve con otros rumbos; escondidos en un falso pragmatismo, los fondos sociales son cada vez más desprovistos por la política oficial. Se reducen los presupuestos de salud y educación, pero también cultura y deportes. Para esta nueva política, el empeño de la nación y su fulgor estorban. Una nación virtuosa, a la que Leinier contribuye con su triunfo, anega el argumento de los que ensalzan la humildad para emprenderla contra el brillo ajeno, de los que exaltan el individuo indiferenciado para agrandar la masa de cubanos reducidos a servidumbre. Leinier ha dejado de encajar en este perfil. El talento exige independencia y demanda reconocimiento.

En meses recientes hemos debido asimilar con tristeza que Dayron Robles, el extraordinario corredor guantanamero, que corre con un crucifijo y lee entre competencias, pidiera abandonar el equipo nacional de atletismo, rodeado todo de desagradables rumores sobre las deudas del estado con él y las abusivas extracciones a sus premios; más recientemente Wilfredo León, el niño genio del voleibol mundial, fue castigado por los burócratas de turno, con lo que anegan la carrera del que pudiera ser el más grande voleibolista de todos los tiempos. En las tortuosas marañas de la envidia burocrática, Michael Jordan podría ser convertido en un simple repartidor de formularios y Usain Bolt en un dinámico dependiente de cafeterías de comida rápida. Leinier llega lleno de brillo; como a León y a Robles, los cubanos le seguimos admirados. Pero en los corredores donde hace medio siglo se ha tramado magistralmente nuestra perdición, Leinier debe saber que más de una fiera ha empezado a tejer las trampas donde enredar su genio, y que las fichas de sus enemigos no las podrá buscar sobre la mesa.

Boris González Arenas
 Lunes 11 de junio de 2013

                                     

sábado, 9 de marzo de 2013

Las llaves del tiempo


Esta foto ha llegado a mí de algún modo, ha abierto una puerta y he podido ver, dentro de aquello que tengo de casa, la conformación de las habitaciones que he diseñado en los últimos veinte años con la ayuda de mi país. La foto va acompañada de un texto que la atribuye a un señor llamado José García Poveda, alias “el Flaco”, extranjero que llegó a Cuba en 1990. Ese año, que para tantos países de la Europa Oriental puede ser sinónimo de un muro que se derrumbó para dejar a hombres y mujeres frente a frente reconociéndose iguales, es para los cubanos sinónimo de una deriva incierta entre el desamparo, la frustración y la muerte.
En 1990 yo cumplí catorce años y el director de la secundaria Raúl Gómez García en el Vedado, un buen hombre –creo recordar que bueno-, me aseguraba que el Programa Alimentario, nueva estrategia de movilización para la producción agrícola, daría pronto resultados sorprendentes, a la altura del estampado que había aparecido por aquellos días en el reverso de los billetes de veinte pesos y que representaba a los hombres y la técnica consiguiendo los frutos augurados por el nuevo plan.
Pero no soy el niño con el tanque ni la niña con el pulóver grande en esta foto extraordinaria, tampoco soy la nube al fondo ni el mar quieto, que parece esperar la estampida que lo convertirá en la carretera más o menos firme que encontró un pueblo para buscar algún destino. No soy la suela del zapato sin cordones, ni los rizos desordenados, ni la mano apoyada y abierta como pidiendo al fotógrafo que no se vaya de allí, que siga esperando, que la función recién comienza como la vida que tiene enfrente y que él, con su cámara, puede realizar el testimonio único de lo que se aproxima.
La imagen sugiere un fotógrafo desprevenido, inconsciente de estar dando la espalda a la tormenta e interpuesto en su objetivo. Ignorante de que en un país de ciclones no es la primera vez que el tornado se conforma en la tierra y que, para llegar a estos niños, porque nadie habrá de salvarse, pasará sobre su cuerpo al que no podrá volver a reconocer frente al espejo.
Gran tarea la de “el Flaco”, si es que es cierta la nota que le atribuye la imagen. Si hoy quisiera hacerse una foto con la misma intensidad, ¿qué debería anticiparnos del futuro de nuestro país el gesto de la mano de esa niña? ¿Qué debería sugerir ese horizonte, dividido entre la gran ciudad y el espacio abierto? Sabiendo que solo puedo plantear la respuesta que deseo, quisiera que el gesto de su mano augurase una nación con criterio y autoridad, y que en el horizonte se produjese un reencuentro mágico y de reconciliación, imprescindibles para tener un futuro menos dramático del que se abrió a mi país en 1990.

Boris González Arenas
        9 de marzo de 2013

                                              
                                          

viernes, 8 de marzo de 2013

Sobre Oswaldo Payá y Harold Cepero


Uno de los hombres más significativos de nuestra historia reciente, Oswaldo Payá Sardiñas, pudo haber sido asesinado por el gobierno cubano. Era una posibilidad, pero la versión oficial del gobierno cubano y el silencio de los que podían desmentirla, había prevalecido hasta el presente. Oswaldo Payá es una de las figuras más importantes dentro de la historia contemporánea cubana. De esos hombres ejemplares que muestran que la política no es un espacio de hombres y mujeres corruptos, si no el entorno donde lo mejor de un país se empeña en adecentarlo y favorecer su progreso. La hez, la perfidia que brota aquí y allá sirviendo a los argumentadores de lo contrario, no son el producto de la política, si no de la estupidez humana. La misma hez brota en la cultura, en los ejércitos y en donde quiera que haya cosas que apetecer. Al brillo y la integridad que la combaten perteneció Oswaldo Payá.
Sabíamos que era muy extraña la diferencia entre la primera descripción del accidente automovilístico del 22 de julio del 2012, pronunciada en el hospital donde murió Harold Cepero Escalante, compañero de Oswaldo en la vida política y que viajaba con él en el automóvil; y la versión oficial que prevaleció después. Era extraño que a los miembros del Movimiento Cristiano Liberación, la organización liderada por Oswaldo, no los dejaran llegar a Harold hasta que este no estuvo sedado, condición a la que siguió su muerte. Era extraño que nadie hablara de los mensajes de texto enviados desde su teléfono móvil, inmediatamente después del accidente, por el sueco Aron Modig y más tarde, usando el mismo teléfono, por el español Ángel Carromero, los otros dos compañeros de viaje de Oswaldo Payá y Harold Cepero aquél día dramático. Era insólito que los textos de los mensajes no salieran a la luz pública, evidentemente una omisión europea que tenía por finalidad sacar a Ángel Carromero de Cuba. Y lo último, que Ángel Carromero llegara a España y permaneciera en silencio, ya no era extraño, era sórdido.
Pero Ángel Carromero ha hablado y sus esperadas palabras difieren del todo de la versión oficial a la que contribuyó con su testimonio, que ahora afirma, fue arrancado por la amenaza de muerte y la inoculación permanente de sustancias sedativas. La hija de Oswaldo Payá, Rosa María Payá Acevedo, fue a verlo y Carromero asegura no haber podido, frente a ella, mantener su silencio. Silencio que ya debía pesar demasiado y con el que no simpaticé nunca, no por la mudez que le pudo haber impuesto el terror, si no porque una vez fuera de Cuba, la estatura de Oswaldo Payá tenía que ser suficiente para hacerlo hablar aunque le costara su orgullo, porque los cubanos hemos debido vagar sin él por décadas y Oswaldo Payá quería devolvérnoslo; aunque le cueste sus bienes, su carrera, sus amigos, porque nada de eso lo tenemos los cubanos y Oswaldo Payá quería devolvérnoslo. Por eso el Proyecto Varela, El Camino del Pueblo, el Proyecto Heredia; por eso su esposa y sus hijos, sembrados en una vivienda del Cerro antiguo, del que yo soy vecino orgulloso. Por todo eso tenía que hablar Ángel Carromero y ahora que ha comenzado a hacerlo tiene que seguir; también tiene que despertar el sueco Aron Modig, el compañero de travesía que viajaba a la derecha de Carromero, y que aparentemente dormía en el momento terrible. Porque el pueblo de Cuba está lleno de preguntas y ahora la vida de estos sobrevivientes no tiene otro sentido que responderlas. ¿Cómo montó Modig en el auto que lo sacó de la escena? ¿Dónde estaban Oswaldo y Harold en aquel momento? ¿Por qué no le quitaron el celular a Modig y sí a Ángel Carromero?
Dos hechos han coincidido en el espectro político cubano y pueden no ser extraños uno del otro. De un lado las declaraciones de Ángel Carromero reavivando las dudas sobre el posible asesinato de Oswaldo Payá y del otro la muerte lamentable del presidente de Venezuela Hugo Rafael Chávez Frías. El gobierno cubano dominaba perfectamente toda la información sobre la enfermedad del presidente venezolano, conocía sus consecuencias inevitables como nadie. La muerte de Hugo Chávez plantea para los dueños del poder en Cuba el posible desmantelamiento de un sistema de pagos generosos al estado cubano merced a los servicios proporcionados por nuestros profesionales de diversas esferas en Venezuela, principalmente médicos y militares. Aún triunfando Nicolás Maduro en la carrera por la presidencia de Venezuela, el deterioro de la economía venezolana y la nueva situación política del chavismo, que debe continuar sin líder, auguran la ralentización si no desaparición de un sistema de ayudas que, por demás, parecía disminuir en los últimos años. Frente a ese panorama, las consecuencias para la maltrecha economía cubana no se harán esperar y con ello el descontento ciudadano que, junto a una oposición organizada y en crecimiento, no pueden ser menos que un muy mal augurio para la dictadura de nuestro país.
Pero si el asesinato de Oswaldo Payá se confirma (y para esto una investigación internacional debe esclarecer la legitimidad de los mensajes de texto enviados por Ángel Carromero y Aron Modig después del accidente), cómo no traer entonces a la mente otra muerte cubierta con la sospecha, e igualmente importante, acaecida meses antes de la muerte del líder opositor.
Laura Pollán, líder de las Damas de Blanco, fue una mujer de coraje cuya presencia en manifestaciones donde debía soportar a esbirros dispuestos por el gobierno para su acoso y humillación, la exponían al contacto físico con sus enemigos aumentando la posibilidad de exterminarla.
Laura Pollán y Oswaldo Payá consiguieron resultados inéditos y no superados a favor de la soberanía ciudadana y el adecentamiento cívico cubanos, emplazaron a Fidel Castro primero y a Raúl Castro después, para concluir el despotismo grosero, que hubiera podido parecer esencial en nuestra tierra, si no fuéramos hombres y mujeres provenientes de ella los que lo enfrentamos.
El probable asesinato de Oswaldo Payá y Harold Cepero, y la crueldad en el trato a Ángel Carromero, de ser confirmados, será otra página en la historia de terror que el estado cubano legará a nuestro porvenir.
Lamento terriblemente las consecuencias de esta tragedia para la familia de Oswaldo, lamento que las declaraciones de Ángel Carromero aviven las dudas sobre lo que el estado cubano se empeñó en mostrar como un accidente y muchos creímos siempre que fue un crimen. Pero me alegra que la esposa y los hijos de Oswaldo Payá estén ahí, con su sencillez y su entereza, su resistencia me llena de esperanzas, la calma de sus voces amaina la desesperación, y el afecto con que se refieren en todo momento a Ángel Carromero ha conseguido transmuta cualquier duda en estima.

Boris González Arenas
8 de marzo de 2013

miércoles, 13 de febrero de 2013

Frente al fracaso moral

Lágrimas de hombre, lienzo de Igor Urquiza

Contamos con poco los que en la sociedad aterrada levantamos la vista. Algunos amigos, una hermana, el hijo o el padre, un puñado de orgullos, un buche de estima. También contamos con la dignidad anónima, la de un vecino o un colega que sin aspaviento niega su concurso a los encargados de la persecución. Poco más si acaso. No hay leyes que nos protejan -en ninguna parte de la constitución vigente aparece alguna consideración respetuosa hacia nosotros-, lazos filiales que nos aúnen, grupos humanos que nos exalten. No podemos contar con los obreros, con los artistas, con los intelectuales, con los campesinos, con los militares, con los técnicos; en la sociedad aterrada nada es lo que su nombre indica. De cualquier colectivo social saldrá el que alimenta la calumnia, la que otorgará callando, el que aconsejará el espanto, los que anhelan en silencio ver doblegarse a la osadía. Hablan desde el redil y sus consejos se asemejan a los de los amigos que piden prudencia por temor a nuestra suerte. Pero sus motivaciones son diferentes.
Las consecuencias del orgullo no son pocas, la cobardía se confunde con la ojeriza y el sujeto diferenciado se convierte en loco por expresar sus ideas con claridad, irresponsable por actuar sin considerar las prohibiciones que el estado criminal dispone, ingenuo por no aceptar medir las consecuencias de sus actos.
La sociedad del redil no se siente maculada lo suficiente por necesitar, para comer, la carne robada a los enfermos, los medicamentos substraídos de una farmacia; tampoco le imputa mudarse para la casa confiscada a la familia perseguida, aprovecharse de los bienes dejados a la zaga por el que huye del país, taparse con las sábanas robadas del hotel ni limpiarse el trasero con la materia prima del papel inalcanzable para un salario medio. Sin embargo no puede tolerar, y ahí tales enclenques se yerguen cual tribunos, que el individuo soberano reciba honorarios por publicar sus cavilaciones, premios por insistir hasta el honor en la dignidad de la autoridad personal; el reconocimiento infinito de quienes, desde un mundo democrático, asisten azorados a lo que pueden ser los últimos gritos de nuestras entrañas.
Es demasiado encono y nuestros cuerpos lo sienten, pero no se levanta la mirada para volver con la cabeza gacha; por el contrario, la rara anatomía moral decide que la vista alta vigorice los miembros, exalte los sentidos y permita escuchar, sobre los alaridos que llegan de las vallas, el roce del sol con el espacio, las luces primeras del amanecer.
Boris González Arenas
Martes 12 de febrero de 2013
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