Muchas son las razones por las que generamos simpatías con
desconocidos. El autor del libro que nos gustaría haber escrito, la sesuda que
solucionó un problema extraordinario cambiando el simple orden de sus
componentes, o aquel ser despreciado por todos que se revela de pronto un ser
humano extraordinario por haber escondido a jóvenes perseguidos cuando los
tanques arrasaron la plaza; pasan de pronto a convertirse en referente de todo
tipo para miles de personas que no les conocen, que no saben nada de sus vidas
personales, por la sola admiración de sus hazañas. Hay de todo en ello, la estima
de la proeza física o intelectual, el reconocimiento debido del que comprende
que, en una situación semejante, habría cerrado las ventanas ignorando la
súplica del perseguido; también está un ejercicio de bondad trascendental, el
que saca al sujeto que admira de la loa egocéntrica y le afirma, allende el
cuerpo que le contiene, en la existencia física o moral de lo admirado.
Por estos días hemos estado un poco en Leinier Domínguez, el
cubano que el pasado lunes 3 de junio de 2013 se coronó campeón de la cuarta parada
del Grand Prix de ajedrez que se celebró en Salónica, la famosa ciudad griega. Estar
un poco en Leinier no significa la reivindicación patriotera del campeón, ni el
reclamo de alguno de sus beneficios, es más bien el mérito que nos cabe por
haber seguido sus pasos por estos años, disfrutando sus triunfos y sus empates,
y añorando que las derrotas no le descorazonen. Seguros de que quien sabe
mantener el buen paso tiene posibilidades extraordinarias para el éxito. Y ese
momento ha llegado. Leinier comenzó perdiendo la competencia pero su
recuperación fue sorprendente, cuatro tablas y seis victorias fueron las
responsables de convertirlo en campeón.
Los progresos de Leinier en Salónica los seguimos muchos a
través de Abdul Nasser, el periodista de nombre foráneo que, desde el diario Juventud
Rebelde los refería con un entusiasmo extraño en nuestros medios de prensa,
donde es de buen tono reprimir la exaltación.
Quizás no sea del todo consciente Leinier de la gran
importancia de su triunfo y su posterior regreso a nuestra isla. En el pasado
un Fidel Alejandro Castro Ruz gustaba de pavonearse con nuestras celebridades,
desde una vaca lechera y tumorosa hasta un campeón de boxeo. Los agasajos del
comandante eran interminables, el campeón pasaba agradecido, de la noche a la
mañana, de un miserable solar en cualquier parte a una casa en Miramar, y a
tener derecho a entrar en tiendas que comercializaban en dólares, prohibidas
para el resto. Era la política de los estímulos que humillaban, del
acercamiento que distanciaba. El campeón que soportaba aquel hedor podía seguir
siéndolo, y muchos lo soportaron.
Pero el presente se mueve con otros rumbos; escondidos en un
falso pragmatismo, los fondos sociales son cada vez más desprovistos por la
política oficial. Se reducen los presupuestos de salud y educación, pero
también cultura y deportes. Para esta nueva política, el empeño de la nación y
su fulgor estorban. Una nación virtuosa, a la que Leinier contribuye con su
triunfo, anega el argumento de los que ensalzan la humildad para emprenderla
contra el brillo ajeno, de los que exaltan el individuo indiferenciado para
agrandar la masa de cubanos reducidos a servidumbre. Leinier ha dejado de
encajar en este perfil. El talento exige independencia y demanda
reconocimiento.
En meses recientes hemos debido asimilar con tristeza que
Dayron Robles, el extraordinario corredor guantanamero, que corre con un
crucifijo y lee entre competencias, pidiera abandonar el equipo nacional de
atletismo, rodeado todo de desagradables rumores sobre las deudas del estado
con él y las abusivas extracciones a sus premios; más recientemente Wilfredo
León, el niño genio del voleibol mundial, fue castigado por los burócratas de turno,
con lo que anegan la carrera del que pudiera ser el más grande voleibolista de
todos los tiempos. En las tortuosas marañas de la envidia burocrática, Michael
Jordan podría ser convertido en un simple repartidor de formularios y Usain
Bolt en un dinámico dependiente de cafeterías de comida rápida. Leinier llega
lleno de brillo; como a León y a Robles, los cubanos le seguimos admirados. Pero
en los corredores donde hace medio siglo se ha tramado magistralmente nuestra
perdición, Leinier debe saber que más de una fiera ha empezado a tejer las
trampas donde enredar su genio, y que las fichas de sus enemigos no las podrá
buscar sobre la mesa.
Boris González Arenas
Lunes 11 de junio de 2013
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