lunes, 17 de febrero de 2020

Crónica de la detención de un contrarrevolucionario

El jueves 6 de febrero el timbre de mi casa sonó hacia las tres de la tarde. Anunciaba la llegada de tres supuestos policías que venían para que los acompañara. Tres policías son muchos para una labor tan cotidiana. Venían vestidos de civil y sin orden de detención. Sabían, claro, que no iría con ellos, y tenían la orientación de sacarme a la fuerza de mi casa, donde yo me encontraba con mi esposa y su mamá, una mujer de 68 años.
Hacer sufrir el dolor de ver a un familiar reducido a la fuerza, golpeado, esposado e inmovilizado, todo a la vez, era uno de los objetivos. Poco menos que arrastrado me llevaron por toda una cuadra porque, a la manera de los delincuentes, evitaron acercar la patrulla policial a mi casa para, según palabras del que dirigía aquello, "que no nos vean delante del edificio".
Me metieron en una celda para cuatro personas en la estación policial de Zapata y C. Cubierta de orine en lo que funcionaba como baño, y con un líquido sanguinolento corriendo a un costado de una de las dos literas de mampostería. El piso estaba asqueroso, lo que sucede a menudo. La pared, llena de letreros antiguos cubiertos por la pintura blanca, tenía otros nuevos. Uno de ellos decía "Fábrica de arte" y a medio concluir estaba el nombre del cantante X Alfonso, relacionado de algún modo con esa institución. Me llamó la atención porque la Fábrica de Arte es conocida como un área de diversión más bien de la farándula habanera, algo que no se corresponde con el tipo de personas que uno asocia al ambiente carcelario. Si al yo entrar había cinco personas, al momento de salir por primera vez, cerca de una hora después, contaba unas doce. Las razones de estar ellos allí alternaban entre la llamada "peligrosidad predelictiva", problemas con un teléfono móvil, o el delito de amenaza. De telón de fondo, el racismo.
La peligrosidad predelictiva, una figura legal que permite recluir a personas sin que cometan delitos, facilita a los policías ejercer con desenfreno sus prejuicios raciales. Por supuesto que no son la totalidad de ellos, pero sí suficientes para llenar la celda en que me encontraba. Mi primera salida fue para ser llevado frente a un supuesto inspector del Ministerio de Comunicaciones, cuyo nombre soy incapaz de reproducir, pero que podría ser Yosedandy, Yordenady o Yohanderandy, o no ser ninguno de ellos, pero parecerse. Lo llamaré Yosealgo. Si hubiera, como es su deber, puesto su nombre y dos apellidos en el Acta de infracción, no tendría que acudir a estas peripecias. Sus apellidos eran Palacio Palacios, así, una conjunción de lo singular y lo plural, según decía en su identificación.
Su función era aplicar los artículos 70 y 71 del Decreto-Ley 370, que en lenguaje llano quiere decir decomisar mi teléfono e imponerme 3.000 pesos de multa. Eso, por "difundir, a través de las redes públicas de transmisión de datos, información contraria al interés social, la moral, las buenas costumbres y la integridad de las personas", que es la contravención definida en el inciso i del artículo 68 del documento, emitido en 2019.
No soy una excepción en el afán castrista de alejar a los defensores de derechos humanos de su principal herramienta de denuncias. El pasado 27 de enero, Manuel Cuesta Morúa fue detenido por unas horas. Le retiraron su teléfono y al devolvérselo le habían roto la conexión para recargarlo y transferir datos. Meses atrás, a Oscar Casanella le devolvieron su teléfono desarmado a golpes luego de una detención. José Díaz Silva, el coordinador del Movimiento Opositores por una Nueva República (MONR), puede haber perdido la cuenta de los teléfonos que le ha robado el castrismo. La aplicación de este Decreto-Ley, firmado por Miguel Díaz-Canel, es una forma más sofisticada de reproducir la manía. Pocos días antes había leído en las redes sociales que Nancy Alfaya, activista por los derechos de la mujer, sufrió la misma suerte. Mientras escribo esto, la periodista Iliana Hernández comunica que con el mismo pretexto le quitan su computadora y teléfono, con multa añadida. Desconozco si Yosealgo ha sido el inspector protagónico en todos los casos.
En el segundo acto, entró Adiel Félix García Sánchez, jefe de sector del barrio en que resido. Adiel Félix es un policía importado de alguna provincia que desconozco. No creo que llegue a los treinta años.
Tiene una sonrisa soberbia y un hablar pausado que le permite pronunciar, socarrón, casi siempre la misma frase "Boris, nos volvemos a ver las caras". Sigo de largo, no sin especificar que también él me multó por no asistir a citaciones y levantó un acta de advertencia. La segunda que me hacen en mi vida, ambas de su puño y treta.
Inmediatamente después me dejó en libertad, sin dudas contra lo planificado por los agentes de la Seguridad del Estado que permanecían en las afueras de la Unidad. Cruzamos nuestras miradas cuando salí, Yosealgo hablaba con ellos. Inmediatamente volvieron sobre mí y me condujeron a la misma celda, con toda suerte de amenazas.
Poco después me sacaron de allí y un policía me llevó, esposado, hasta una patrulla. Aunque estas esposas fueron puestas con benevolencia, el dolor que tenía por las que me pusieron en mi casa hizo pesado el trayecto hasta San Miguel del Padrón.
En la unidad de patrullas que se encuentra a medio camino entre las estaciones de Zapata y San Miguel del Padrón, los policías que conducían el carro en que me transportaban dieron botella a un conocido, policía como ellos, que se sentó a mi lado. Una vez dentro del vehículo uno de los policías le comentó, "si supieras con quién estás montado", dando una rara consideración a mi persona, no por mi trabajo periodístico ni político, que desconocía del todo, sino porque soy "un CR", como dijo inmediatamente después.
CR es la abreviación que el argot represivo hace de un contrarrevolucionario. No es una frase baladí, tiene una identidad propia y define el trato que se le da al portador, absolutamente identificable para quien la ha vivido. Para un policía, descontando las excepciones, un CR es alguien que apenas se toma en cuenta, se puede conversar con nosotros, pero siempre se va a sentir la falta de identidad emocional. Cuando más interesantes pueden resultarles nuestras palabras, la vista fija de ellos no deja de marcar distancia. Con estos acompañantes lo sentí de manera especial, cumplían su función transportándome, pero no llevaban consigo a un igual.
La experiencia que me ha provisto ser un opositor en Cuba me ha convencido de la importancia de la Ley, de una Ley que nunca abandone a nadie a su suerte, siquiera al peor criminal. Nuestra cotidianidad enmascara una red de ambiciones perversas que apenas se muestran hasta que aparecen los momentos críticos. En Cuba la falta de libertad, la denuncia de alguna institución por prácticas irresponsables, o ser un CR, ha dejado a una población no despreciable al arbitrio de sujetos que asumen con regocijo la función de verdugos.
En San Miguel del Padrón esperamos durante largo rato la gestión de mi reclusión. Por una razón que no explicaron y que me resultó sorprendente, fue imposible llevarme al calabozo y se indicó que me dejaran en libertad. Fue en ese momento que los policías de la patrulla volvieron a conversar conmigo sin la frialdad que había impuesto transportar a un CR. El chofer de la patrulla me preguntó sobre mi ocupación. Le dije que escribía para denunciar que hubiera tantos militares cayéndonos atrás a nosotros cuando podían reparar los balcones para que no mataran niñas. Su respuesta es una joya de la retórica deplorable, digna de un Eduardo del Llano sin instrucción: "¿Era hija tuya?". Una respuesta abominable sin dudas, pero fue dicha en tono benévolo, como quien desea aconsejarme para no tenerme que ver en trances semejantes.
Cuando llegué a mi casa, el peor momento para mi suegra había pasado. Mi esposa e hijos estaban felices, como siempre que llego de estos percances. Del evento queda algo, el tono de la voz de mi suegra diciéndome "Boris", cuando el elevador se cerraba y la caterva de esbirros me alejaban de mi casa. Es un tono que no voy a olvidar mientras viva, o al menos mientras tenga memoria. Ella me asegura que tampoco va a olvidar mi cara, sobresaliendo del brazo que me asía por el cuello, y sin ver los brazos requintados por las esposas.
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