Un día en la vida de
Iván con su Moskovich
Foto tomada de: http://cartasdesdecuba.com/los-rusos-quieren-producir-automoviles-en-cuba/
Mi amigo Iván nació en
1986, tiene 29 años, y vive en Centro Habana. Es el resultado de la última ola
de matrimonios cubano-soviéticos. En la década siguiente a la del nacimiento de
Iván, no solo los cubanos y cubanas ampliaron el diapasón de sus relaciones
matrimoniales allende las fronteras socialistas, sino que la Unión Soviética y
el socialismo patrocinado por ella pasaron a mejor vida. Y digo mejor porque
después de setenta años de revolución rusa, las cotas de “lo peor” fueron
llevadas a niveles difíciles de emular hasta para Dios.
En una entrevista
concedida al cineasta ruso Aleksandr Sokurov, Aleksandr Solzhenitsyn, el autor
de la novela Un día en la vida de Iván
Denísovich, el título que inspira el de este artículo, comenta al cineasta
ruso que a su abuelo lo desapareció la GPU. GPU, Cheka, NKVD, KGB, todas fueron
organizaciones creadas precisamente para anchar “lo peor” hasta niveles que
hubieran horrorizado incluso a sus creadores si hubieran sobrevivido el proceso
de purgas que ellos mismos inspiraron.
Iván y yo vivimos en un mundo
en el que no se le da la vuelta a la página
sin halar algo de la anterior
El fin del socialismo
soviético es una gran interrogante para quienes no pueden entender, como
podemos hacerlo los que vivimos en sus émulos tardíos, que los sistemas de su
naturaleza son organismos que viven de un perpetuo comerse a sí mismos, de un
devorar las sobras de las sobras que naturalmente termina por desaparecerlos.
Al doblar de la casa de
Iván, en la calle Belascoaín, hay una casa de puntal alto que perdió el techo
años atrás y hoy acoge una vivienda de tres pisos que aprovecha las columnas
antiguas para mantenerse erguida. La altura de cada vivienda, como es lógico,
no permite a una persona mayor de uno ochenta metros mantenerse derecho e Iván
mide 1.83 y allí vive su novia.
El Moskovich de Iván se
lo dieron a su padre, que es ingeniero hidráulico, en el año 85. Para Iván es
algo que le ha acompañado toda la vida, porque ya tenía un año con sus padres
cuando él nació. Poco después llegó el periodo especial y el padre de Iván, que
ya para entonces se había separado de la ucraniana con la que concibió a mi
amigo, debió sembrar el Moskovich en el garaje de la casa de su padre, en el
barrio de Santos Suárez. De allí salía en fechas festivas los primeros años,
hasta que terminó por no salir porque a la falta de combustible se le anexó la
ausencia de gomas, el óxido de la carrocería y la destrucción de los estribos.
Solo no sufrió el tapizado porque al dormir en un garaje por tantos años la
sombra lo protegió. Hoy Iván botea en el Moskovich por toda la Habana, un carro
en el que lo único propio es la carrocería y el tapizado que protegió el garaje
de sus abuelos.
El Moskovich de Iván
tiene motor de petróleo de Hyundai, caja de cinco velocidades de Lada, faroles
delanteros de Toyota y traseros de Volkswagen, bomba de freno de Peugeot y
cloche criollo. Criollas son también las ballestas, y todo el sistema de juntas
y zapatillas, además del calzo del motor. Criollo es el adjetivo que anuncia
que la pieza fue hecha en algún patio de Cuba por alguien hábil y desempleado
que se busca la vida confeccionando, de manera artesanal, lo que ya Ford
construía en serie por los años veinte del siglo pasado.
La reproductora de
música del carro de Iván es Samsung y las bocinas son Sony. Hubo una época en
que mi amigo quería que le hicieran una calcomanía que dijera Soviet Proud, para ponerla en el
parabrisas trasero, pero su carro ya tiene muy poco de soviético como para
ostentar aquel eslogan.
En un día cualquiera de
su vida Iván gana sesenta dólares, pero puede llegar a cien y ciento cincuenta,
con los que ayuda a su padre para que siga yendo a la oficina donde calcula la
cantidad de agua que en la Habana se va por salideros y que ronda el cincuenta
por ciento de la que se destina a la ciudad. Ayuda a su mamá, que nació cuando
Ucrania no se había recuperado aún de la segunda guerra mundial y hoy vive en
medio de una inmundicia que le debe traer recuerdos de su infancia a juzgar por
la naturalidad con que la sobrelleva; y además ayuda a su novia a terminar su
cuartico, cuya altura a Iván no le preocupa mucho porque la mayor parte del
tiempo se la pasa acostado.
Iván y yo vivimos en un
mundo en el que no se le da vuelta a la página sin halar algo de la anterior.
En ese mundo, todo lo que existe está construido por las huellas de otros que
se fueron a medias, a los que se les escatimó cualquier cosa que pudiera
servir, a los que se les dejaron las piernas fuera del sepulcro para poder
sacarles los zapatos. Un mundo en el que lo que no sirve para hoy, es
superfluo, y en el que amor, belleza y beneficio inmediato, son incapaces de
vivir por separado.
Como las mejores petardas de mi juventud, excelente articulo
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